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La sociedad civil tiene que asumir sus responsabilidades
nació el 12 de marzo de 1944 en Buenos Aires
su trabajo como investigador comprende dos áreas, sobre todo: la historia del psicoanálisis, la psicología y la psiquiatría y la historia y los estudios de memoria del pasado reciente
durante muchos años publicó sus textos en el Punto de Vista e integró el Comité de Dirección de la revista
en el período de transición (1984-1986) fue decano normalizador de la Facultad de Psicología de la UBA
en 2004 obtuvo el Premio Konex en la categoría “Ensayo Político”, doce años más tarde fue premiado en “Psicología”.
es Profesor Titular Consulto de la Universidad de Buenos Aires e Investigador Principal del CONICET
Su camino personal parte desde posiciones radicales de izquierda en los años 60, pasa por una revisión crítica en los años 70 y en las décadas posteriores y continúa en dirección de una reflexión teórica sobre la violencia revolucionaria. Para empezar, ¿podría explicar su punto de partida?
Vengo de una familia católica, obtuve mi formación en un colegio católico y en una universidad de jesuitas; crecí en círculos dónde en los años 60 llegaba un proceso de radicalización política, que caló muy fuerte en el mundo cristiano. En Argentina la opción por la violencia revolucionaria estuvo vinculada con el cristianismo revolucionario, cosa que no sucedió en otros países. Por ejemplo, Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus, dos del trio inicial de Montoneros, tenían justamente este origen: en su momento estuvieron ligados a grupos de la Acción Católica.
Así que una fuente de la radicalización provenía del cristianismo, pero hubo otra, originada en el ámbito intelectual: en la misma época, en las carreras universitarias de psicología y en el ámbito del psicoanálisis se daba también un proceso de polémica y radicalización política que comprometía autoridades e instituciones. En 1971 la Asociación Psicoanalítica Argentina sufrió una fractura: un grupo rompió con ella en nombre del socialismo. Mi propia formación es en psicología. Me recibí en 1967 en la Universidad del Salvador y seguí como docente en la universidad; enseñaba técnicas de psicodiagnóstico y estaba como auxiliar en la materia de Grupos. Mi proceso de compromiso siempre tuvo una dimensión intelectual, se desarrolló en la universidad; participaba con estudiantes y otros profesores del cuestionamiento de los programas de estudio desde posiciones de izquierda.
A través de ese compromiso, en la universidad, empecé a tomar contacto con otros militantes en otras facultades, y a finales de los 60 entré en una pequeña organización maoísta, Vanguardia Comunista. No se trataba de una organización armada, nosotros teníamos una mirada crítica sobre la violencia revolucionaria y el modelo cubano: la idea de la guerra revolucionaria, según la cual un núcleo de iluminados desencadena la revolución desde arriba, nos parecía demasiado de élite; en la práctica se vio que muchas de esas acciones armadas no hacían sino paralizar a las masas en lugar de movilizarlas. Ahora bien, tengo que admitir que, bajo la influencia del modelo chino, el partido efectivamente compartía la idea de la violencia, pero sostenida por la acción de las masas como camino de la revolución.
Más tarde, la psicología y el psicoanálisis fueron particularmente golpeadas por el régimen dictatorial. ¿Se concretizó de alguna manera ese clima crítico con el sistema ya antes del golpe de Estado?
A principios de los años 70 armamos una agrupación en el ámbito de las asociaciones profesionales de la salud mental y del psicoanálisis, sobre todo en la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA). Además, colaborábamos con actividades del partido, Vanguardia Comunista, en algunas fábricas. Yo escribía en la revista Los Libros, que era una publicación de la izquierda revolucionaria en la que estaban Héctor Schmucler, Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano. Hacia 1974 me separé de Vanguardia Comunista porque el partido había iniciado un proceso de acercamiento al peronismo revolucionario, a la organización Montoneros y yo no estaba de acuerdo. Al mismo tiempo participaba en la comisión directiva de la organización gremial, la APBA, que era un espacio de militancia para nosotros, maoístas, y para otros grupos peronistas o comunistas de tipo soviético. Cuando irrumpe la dictadura, decidimos que la organización debía mantenerse, organizando las actividades que se podían hacer, sobre todo los cursos y un espacio de asistencia clínica con preciosos accesibles; además seguimos sacando la Revista Argentina de Psicología.
¿Se debe entonces su involucramiento posterior con el tema de la memoria a su militancia en los años 70?
Parcialmente sí, pero sobre todo tiene que ver con lo que me tocó bajo la dictadura y con lo que tocó a mis colegas: en 1978 tuve que escaparme de mi casa, gente que había militado conmigo fueron detenidos, incluso algunos están desaparecidos.
En agosto de 1978, inmediatamente después del mundial de fútbol, se produjo una redada contra Vanguardia Comunista: secuestraron e hicieron desaparecer una buena parte de la dirección del partido, entre otros compañeros a quienes conocía cayó Beatriz Perocio, gran amiga mía; en ese momento era la presidenta de la APBA. No se entiende muy bien por qué el operativo se desplegó en aquel momento y contra aquel grupo porque hasta entonces la dictadura se había concentrado en organizaciones armadas como Montoneros o el Ejército Revolucionario del Pueblo. Además, el grueso de los secuestros y asesinatos se habían producido en 1976 y 1977. En 1978, cuando se organizó en Argentina el mundial de fútbol, las desapariciones ya habían bajado, los militares habían desmantelado muchísimos de los centros de detención y, por supuesto, asesinado a los presos.
Inmediatamente cuando supe lo que había ocurrido abandoné mi casa por razones de seguridad, pero seguía trabajando en mi consultorio: ya era una figura relativamente conocida, se sabía de mí, no podía esconderme, y decidí no irme del país. Al contrario, los que quedamos en la APBA decidimos mantener una posición pública y reclamar; de hecho, pedimos entrevistas tratando de averiguar lo que había pasado con nuestra colega. Beatriz Perocio era como una hermana para mí, y mi contacto con los familiares de las víctimas y con los abogados del Centro de Estudios Legales y Sociales, que había sido establecido en esos años, empieza allí. Me comprometí cuando el año siguiente vino la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos para hacer un informe sobre Argentina; pero colaboré discretamente porque era peligroso. Al mismo tiempo colaboraba en la revista Punto de Vista, fundada en 1978 por Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, que reunió a un núcleo de intelectuales que ya teníamos relaciones previas por la experiencia anterior de la revista Los Libros. Aunque en aquel entonces no se podía denunciar abiertamente la dictadura, nuestra idea era hacer una revista de resistencia: de este modo la literatura empezó a entrar en diálogo con la crítica del poder. No podía hacerse una crítica política abierta al régimen, de modo que era más bien de carácter intelectual, a través de la literatura, la historia y las ciencias sociales. Publicábamos a autores que no vivían en la Argentina y que no circulaban, como Juan José Saer, un autor fundamental para el tema de la memoria. Allí se cruzaban sociología, arte, cine, la revisión crítica de la tradición nacional y la historia. En mi caso, por ejemplo, había artículos sobre psicoanálisis o sobre el cuestionamiento de las instituciones psiquiátricas, temas que alguna manera enfrentaban la censura oficial.
Me sorprende que pudieran permitirse una reflexión independiente; en el bloque soviético este tipo de oposición intelectual fue muy escasamente tolerado y casi jamás tomó una forma oficial.
La revista evitaba obviamente el análisis directo de la situación política; por lo menos hasta la guerra de Malvinas, en 1982. Allí las cosas cambiaron. Lo cierto es que la revista buscaba correr los límites de lo que podía decirse y publicarse. Había riesgo sin dudas; y por ello, varios de los autores decidieron no aparecer bajo sus nombres, sino firmar los artículos con seudónimos. Aun así, la dictadura en general focalizó su acción represiva sobre el movimiento de la guerrilla; el Partido Comunista, por ejemplo, no fue directamente atacado. Creo que los militares seguramente conocían la revista, pero como no tenía una gran circulación no les importaba mucho.
¿Cómo se manifestó la vocación política de la revista?
En la época de la dictadura toda la izquierda sufrió un fracaso fenomenal, que nos obligó a repensar nuestras certezas y posiciones previas. En relación con esa revisión ideológica, hay que destacar que una cosa importante en el grupo del Punto de Vista fue la conexión que tuvimos con los intelectuales argentinos exiliados en México, España y otros países, que incorporaban temas provenientes del debate europeo sobre la crisis del marxismo después del 68.
Otro momento clave de la historia de la revista fue marcado por la Guerra de Malvinas: cuando todo el mundo parecía arrastrado por el fervor nacionalista, Punto de vista tomó una posición crítica, denunció la guerra como absurda y encontró formas de intervenir sobre todo en el momento de crisis posterior. El primer número después de la derrota fue muy importante y prácticamente demostró que la dictadura se acababa: no tenía más control de la opinión y ya se podía decir casi todo.
En ese contexto, muy tempranamente, empiezo a trabajar sobre el tema de la memoria y en el momento del Juicio a las Juntas (1985) me pongo a escribir.
Sus libros explican cómo la sociedad argentina alcanzó un nivel extraordinario de violencia en la vida pública, es decir, se centra en el análisis de los hechos. ¿Podría ofrecer una perspectiva de lo que se debería hacer? En su opinión, ¿cómo la sociedad debería tratar ese pasado tan reciente y tan doloroso?
Yo pongo énfasis en el tema de la responsabilidad. El pasado sigue siendo una dimensión operante, que vuelve y tiene efectos sobre el presente. Enfrentar esos efectos del pasado supone cierta toma de conciencia, que en el caso de los procesos colectivos pasa por una instancia de discusión pública.
En la Argentina de hoy en día los criminales ya no están en el poder, la dictadura no está, pero la sociedad que ha producido ese nivel de enfrentamiento sí está, y si no quiere que esas historias se repitan, tiene que, por vía de la discusión pública, reconciliarse de alguna manera con sus aspectos más siniestros. Ese es el camino. Al contrario, si 40 años después casi todas las fuerzas de la memoria se ponen en los crímenes y en perseguir a los criminales, todo eso evidentemente no ayuda a que la sociedad sea un poco más capaz de ver sus propias responsabilidades. Pero al mismo tiempo sigue siendo un tema muy sensible porque están los familiares, las abuelas, las madres, los hijos que arrastran sus sufrimientos y dolores; esa experiencia no se puede maltratar.
Aun si no se trata de promover el olvido, jamás se puede recordar todo. ¿Qué supondría en este caso una elaboración del pasado?
Tomar distancia, reconocerse en ese pasado y no negar dónde cada uno estuvo, lo cual tiene que ver con la capacidad de una mirada autocrítica: en la medida en que sectores muy amplios de la sociedad participaron, consintieron y en muchos casos alimentaron el clima de violencia, uno no puede tener la misma posición al juzgar la violencia de los otros. Queda claro que hay una necesidad ejemplar de juzgar e incluso castigar las responsabilidades de los que dieron las órdenes y cometieron los crímenes más horrendos. Yo he propuesto tomar la distinción de cuatro tipos de culpabilidades que hace Karl Jaspers. Hay responsabilidades criminales, responsabilidades políticas y responsabilidades morales. Jaspers agrega las metafísicas, pero yo me concentro en esas tres. La distinción es importante porque la responsabilidad no es la misma. Si no, el riesgo que plantea el tema de responsabilidades compartidas es que, si todos somos culpables no hay que condenar a nadie. Al contrario, la distinción permite decir que hay responsabilidades criminales y que ésas deben ser castigadas como corresponde. Pero no son todas: después hay responsabilidades políticas y morales.
La responsabilidad política se refiere al descarrilamiento o derrumbe del sistema político, disfuncionamiento de instituciones públicas y a la responsabilidad ciudadana. ¿Qué fallo más grave de carácter político constata Usted en la Argentina de los años 70?
Si se repasan los tres años anteriores al golpe de Estado, en 1973 asume un gobierno elegido por el pueblo y, además, se cumple el anhelo de una enorme porción del pueblo argentino: vuelve Perón y es elegido presidente. Una de las primeras decisiones del Congreso democrático en 1973 es decretar una amnistía: los crímenes que se habían cometido en el período anterior, sean crímenes de la guerrilla o de las fuerzas armadas, quedaron amparados. La ley se vota casi por unanimidad. En aquel momento el Congreso, representante del sistema político legitimado por las elecciones, tenía en sus manos la posibilidad de colocar los conflictos en un debate pacífico; pero no sucedió eso porque había sectores de la guerrilla que decidieron que no iban a dejar las armas y porque había sectores en las fuerzas armadas que también guardaban las armas esperando en qué momento podían volver a sacarlas.
Es evidente que allí hay una gran responsabilidad política: después de haber decretado una amnistía que intentaba dejar atrás los crímenes y las violencias recíprocas anteriores, el gobierno fracasó por ser incapaz de generar condiciones de pacificación. Particularmente fue un fracaso del peronismo, ya que el Partido Justicialista era el partido mayoritario; las guerrillas peronistas utilizaban las armas para dirimir sus conflictos internos y dentro del peronismo se desplegó una verdadera guerra civil. Es imposible desconocer que Perón fue el primero en fulminar a las organizaciones guerrilleras llamándoles apátridas, mercenarias, subversivas, terroristas y fue él quien por lo menos consintió con la organización de las fuerzas ilegales como la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina. Pero asimismo fue también, en menor medida, culpa de otros partidos y grupos armados: la violencia, practicada sobre todo a través de asesinatos, se convirtió en una manera de actuar en la vida política relativamente extendida y aceptada.
Todo tipo de violencia degrada la sociedad y la hace caer en cinismo, lo que abre puertas a la dictadura.
Es efectivamente lo que ocurrió en Argentina: una sociedad acostumbrada a la violencia lloraba sus propios muertos y cerraba los ojos o incluso celebraba si los muertos eran los del otro bando. Esta inmoralidad y esta violencia en la vida pública involucraron profundamente a la sociedad. Muchos participaron en las condiciones que hicieron posible la llegada de la dictadura.
Pero en el famoso Juicio a las Juntas estuvieron condenados solo los representantes de la Junta militar. ¿No generó este acto simbólico una disimulación de responsabilidades de los antiguos guerrilleros y, lo que es aún más relevante, de la sociedad civil?
En el momento de la restauración de la democracia fue necesario juzgar sobre todo los máximos responsables de los crímenes cometidos desde el Estado para marcar esa ruptura con el régimen anterior. Pero hay que recordar que Alfonsín decide enjuiciar no solo a las Juntas, sino también a los que quedaban de las cúpulas de las organizaciones guerrilleras por haberse alzado contra el gobierno constitucional antes del golpe militar. Algunos de los jefes, entre ellos Mario Firmenich de Montoneros, debieron presentarse ante el tribunal. Sin embargo, es verdad que el foco principal fue dar a conocer y juzgar los crímenes cometidos desde el Estado. Allí se constituyó la idea del terrorismo del Estado, y la importancia de las víctimas del terror de Estado. Dicho de otro modo, lo que yo llamo el primer paradigma de la memoria estaba centrado en la figura del desaparecido como una víctima absoluta; no se recordaba su militancia. Cuando los testigos sobrevivientes iban a declarar en el Juicio a las Juntas, declaraban como víctimas, la condición militante de los testigos quedaba fuera. Los abogados defensores de los represores les preguntaban: “¿Pero Usted no militaba en Montoneros?” Y los jueces respondían: “Eso no está siendo juzgado, el testigo responde como testigo.”
¿Así que la así llamada estetización de las víctimas hizo posible una glorificación posterior de los ex combatientes?
La reivindicación de los combatientes es posterior. Hacia 1985, el discurso contra la violencia, reflejado en la decisión de enjuiciar los guerrilleros junto con los militares, prendió en la sociedad y en la relación de la sociedad con la guerrilla no hay ningún tipo de admiración. La versión heroica es posterior y tiene su origen en la literatura y en el testimonio. Empieza a impulsarse con un libro de testimonios en tres tomos, publicado por Martín Caparrós y Eduardo Anguita, La voluntad (1997-1998), en el que se recupera la figura de los militantes. Y junto con La voluntad se publicaron libros testimoniales en los que se expresaba el deseo de los antiguos militantes de ser recordados como combatientes. En esos libros -que salieron en medio de la época del menemismo cuando parecía que todo el pasado reciente había quedado cancelado- se subrayaba que los militantes no iban conducidos como ovejas a los campos de concentración: querían la revolución, se jugaban la vida, lo sabían, y, por lo tanto, esa actitud debía ser reconocida.
Volvamos a los juicios. El aparato del Estado requiere ser alimentado y sostenido por miles de funcionarios, así que la dictadura no se habría podido desarrollar sin complicidad e incorporación de un elenco muy importante de civiles. ¿Se enjuiciaron a los que más se comprometieron con la dictadura?
En cuanto a los políticos, al final de la dictadura era muy difícil encontrar en los partidos mayoritarios quienes de un modo o de otro no habían tenido alguna participación. Todos los partidos, a pesar de estar legalmente prohibidos, aportaron personal para cubrir los cargos públicos. (Alfonsín tuvo la ventaja de haber estado en minoría en su propio partido; Balbín, su predecesor en el liderazgo de la Unión Cívica Radical, murió en 1981, poco antes de la derrota militar y recién entonces asciende el liderazgo de Alfonsín.)
Todos los grandes empresarios asimismo habían hecho negocios y en su conjunto apoyaron la dictadura. Más tarde se abrieron algunos procesos que involucraron esas figuras, pero fueron muy pocos los procesados, entre ellos José Alfredo Martínez de Hoz, que fue Ministro de Economía. En general, los civiles que han sido acusados y en algunos casos condenados fueron los que estuvieron comprometidos con la tarea de la represión, o sea, fueron jueces o capellanes militares que formaban parte del sistema de represión ilegal.
Personalmente pienso que, para elaborar la relación con su pasado, la sociedad debería conocer el grado de culpabilidad de los actuales y antiguos políticos, funcionarios, empresarios o periodistas, pero no necesariamente perseguirlos por lo que hicieron hace 40 años.
Así que se castiga casi siempre a los militares.
Hoy en día, los principales jefes militares en su mayoría o han sido condenados, o han muerto, pero los juicios contra el aparato represor continúan; ahora están llegando a oficiales que eran muy jóvenes en aquella época y participaron en el aparato de represión, que involucró al conjunto de las fuerzas armadas. Aquí hay un problema de naturaleza jurídica, política y ética…
¿En qué consiste la controversia?
Se trata de delitos que se consideran crímenes de lesa humanidad, y por ello no prescriben, pero no todos de los que son juzgados participaban en la tortura y asesinato. De pronto, un oficial puede ser acusado por haber detenido a alguien que después desapareció: no hay ninguna prueba de que este oficial haya sido responsable de la muerte, en todo caso formaba parte de una cadena de mandos. Obedecía órdenes, no los daba. No era inocente, claro, pero ¿puede ser juzgado cuando la única evidencia es que detuvo a alguien? ¿Equivale eso a un crimen de lesa humanidad? Estamos hablando de delitos, sin duda, pero cometidos hace 40 años. Desde el punto de vista jurídico, existe la figura penal del partícipe necesario de un crimen, pero ¿cuáles son los límites de la responsabilidad en el caso de delitos que normalmente estarían prescriptos? Para que se entienda: un homicidio calificado, que tiene la pena más grave, prescribe a los 15 años. O sea que transcurrido ese tiempo un asesino confeso no puede ser juzgado ni condenado. Es clara la intención de sancionar como imprescriptibles los crímenes mayores y sus responsables, los jefes que dieron las órdenes, los que torturaban y asesinaban. Pero ¿qué pasa con oficiales o suboficiales que participaban en roles menores? ¿El cocinero que trabajaba en un cuartel donde se detenía y se torturaba puede ser juzgado como partícipe necesario y condenado 40 años después? Es un tema que está hoy en discusión.
Los organismos de derechos humanos en general apoyan la idea de que hay que perseguir a todos, incluso hasta el último soldado, lo cual también puede llevar a una distorsión: los recursos de la justicia se centran en los temas del pasado en lugar de orientarse hacia otros problemas, más actuales.
¿Podría ser más concreto?
Se descuida frecuentemente la justicia para las víctimas de catástrofes ecológicas causadas por empresas privadas y por la negligencia del Estado: la contaminación de la cuenca del río Matanza-Riachuelo no se considera una violación de derechos humanos, ¡aunque afecta a 5 millones de personas! Los organismos de derechos humanos en general pasan por alto esos derechos.
También hay que decir que muchos presos en las cárceles -no solo los presos por delitos de la última dictadura-, como en muchos países del mundo, están sometidos a un sistema que viola derechos humanos, y eso tampoco importa mucho a los organismos de derechos humanos. La pregunta es: ¿qué idea de derecho y de justicia sostienen? A veces parece que en nombre de los derechos humanos se niegan justamente ciertos derechos básicos… En fin, en Argentina prevalece una visión militante, un poco distorsionada del tema, que merecería un estudio más profundo.
Me imagino que se instrumentaliza también en la política.
En la política se usa a veces una deliberada manipulación de la memoria histórica: cualquier cosa puede servir para acusar a alguien de haber tenido responsabilidades en la dictadura o de querer disculpar los crímenes de la dictadura. Otra utilización bastarda de la memoria consiste en pensar que los que participaban en el movimiento revolucionario eran todos asesinos o terroristas. Hay que evitar ambos tipos de errores. Allí la literatura es capaz de demostrar los matices y las dificultades, eludir las posiciones más extremas y sectarias. Algunos escritores van incluso en contra de los tabúes nacionales. En Villa deLuis Gusmán se ve la represión desde abajo: un pobre funcionario está metido en toda esa maraña y colabora con el aparato de represión que se diseña progresivamente. En Dos veces junio de Martín Kohan aparece la figura del conscripto que sirve como chófer, un eslabón aún menos visible de la cadena represiva. Este tipo de novelas interesa por su capacidad de revisar la narrativa demasiado apegada a la idea que por un lado están los criminales y, por otro lado, las víctimas.
Así que, desde su punto de vista, el papel de los artistas es fundamental, aunque sus obras llegan a un público restringido… ¿Se lee efectivamente la historia como una narración?
Creo que sí. La investigación de la CONADEP se puede colocar en una línea literaria: la comisión fue encabezada por un escritor, Ernesto Sabato. Nunca más es también un libro y tuvo impacto como un libro; un libro leído y puesto en relación con otros relatos. La idea que instala el informees que hubo una masiva y sistemática violación de los derechos humanos que se desplegó como un conjunto de crímenes desarrollados desde el Estado. En su tiempo esta idea se impuso como una narración frente a la que predominaba durante la dictadura en muchos sectores de la sociedad y percibía el terrorismo de Estado como una lucha o una guerra antisubversiva. La democracia se instaló con la idea de cancelar completamente el período de la dictadura, en este sentido, el Nunca más se puede considerar como un acto fundacional. Y esta nueva narración fue después discutida, alterada, reescrita, modificada en novelas y en otras obras, en el cine y el teatro.
Desde este aspecto es también enriquecedor ver el modo cómo la experiencia de la dictadura se va asociando a una experiencia de la democracia, una experiencia más bien decepcionante.
El nuevo régimen tenía la intención de presentarse como contra-dictadura. ¿Tuvo esa proyección también sus inconvenientes?
Obviamente. Primero, la democracia nace como una suerte de régimen defensivo, que nos protege contra la posibilidad de caer en una nueva situación de criminalización del Estado. Segundo, la democracia despierta expectativas desmesuradas. Alfonsín ganó las elecciones diciendo que con la democracia se come, con la democracia se vive, con la democracia se educa, con la democracia se hace todo. Después se demostró que no es así, que con la democracia sigue habiendo pobres, una cantidad de necesidades insatisfechas, daños ambientales, derechos agraviados, en fin, que la democracia como sistema no resuelve y no garantiza nada; lo que no significa evidentemente que no genere mejores condiciones para que la sociedad enfrente esos problemas.
Alfonsín despertó esperanzas enormes. ¿Por qué sus promesas no se han cumplido?
No hay una respuesta única. En parte porque eran excesivas: la idea que de pronto Argentina iba a superar sus problemas políticos, sociales y económicos fue irrealista. En parte tiene que ver también con el carácter faccioso de la cultura política argentina, que fue exagerado de una manera patológica por la dictadura. De hecho, Alfonsín no pudo terminar su mandato presidencial, tuvo que renunciar antes, lo que fue una especie de golpe de Estado económico: el gobierno tuvo que hacer frente a una crisis económica con hiperinflación, mientras que los representantes del peronismo, sobre todo los que tenían relaciones con los organismos financieros internacionales, bloqueaban cualquier ayuda económica que pudiera favorecer una solución y así incentivaban el conflicto social.
Existen varios métodos para plasmar la memoria en las instituciones estatales. ¿Puede describir los que se usan con más frecuencia?
Personalmente conozco dos que nacieron en Alemania y sirven para objetivos diferentes. En Alemania de los años 60 y 70 surgieron grupos neonazis y las autoridades decidieron que la manera de contrarrestarlos era llevar a los jóvenes alumnos a los museos y enfrentarlos con las fotos de las cámaras de gas, los cadáveres, en fin, los efectos más horrorosos del nazismo. La consecuencia de esa pedagogía de la intimidación, que ponía todo el énfasis en los crímenes y apelaba al efecto emocional, era que esos jóvenes después, cuando crecieron, no quisieron saber nada más del tema y mantuvieron un rechazo por el pasado. Es decir, ese tipo de exhibición no genera ninguna disposición a deliberar, tomar posición, reflexionar, sostener valores.
Después se ha modificado el modo de presentación en los museos para no apelar tanto a la emoción, para hacer pensar y promover las preguntas sobre las responsabilidades de la sociedad. Condenar a los criminales, después que perdieron el poder, es lo más fácil. La pregunta clave es: ¿qué hubiera hecho uno en una situación semejante? ¿se podía hacer algo, ayudar? O, más generalmente, ¿cómo funciona la “zona gris” de la sociedad, los que no fueron ni víctimas directas ni victimarios o verdugos?
La memoria histórica suele traer una confrontación de la sociedad con sus tabúes y traumas. ¿Qué cosas quedan por abrir en Argentina?
Un rasgo muy llamativo es la discusión sobre el número de los desaparecidos. A menudo aparece la cifra simbólica de 30.000 desaparecidos. Las víctimas registradas son unos 9.000, pueden ser un poco más, 10.000, 11.000, pero de allí a 30.000 es evidente que nunca se puede llegar. Aunque ciertos grupos no lo quieren admitir, no es tan difícil calcular el número efectivo de víctimas. El número surgió en los comienzos de la lucha de los grupos que denunciaban esos crímenes, La Comisión de Derechos Humanos de la OEA, en 1979, recibió unas 6.000 denuncias y se pensaba que había muchos miles más que no se denunciaron por temor. Pero las denuncias no crecieron como se esperaba. La CONADEP consignó unas 9.000 víctimas y desde entonces, transcurridos más de 30 años, esa cifra apenas se modificó.
Después hay una experiencia de los años 80 de la que la sociedad prefiere no hablar, la experiencia de la guerra de Malvinas. También en este caso hubo una responsabilidad de la sociedad civil. Si bien la responsabilidad de declarar una guerra insensata correspondió a las cúpulas de las fuerzas armadas, frente a eso, salvo muy escasas excepciones, una gran parte de los grupos políticos, religiosos, empresariales, ciudadanos, apoyaron la guerra. Incluso los mismos Montoneros, masacrados y torturados por la dictadura, ofrecieron una tregua para ir a luchar en Malvinas. Y los propios organismos de derechos humanos fueron a la Plaza de Mayo cuando Leopoldo Galtieri declaraba la guerra. Las Madres llevaban la consigna siguiente: “Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos, también”. Cuando todavía hoy se discute la situación de los “kelpers”, que son los habitantes de las Malvinas, se desconoce por completo que sufrieron una ocupación militar comparable, por ejemplo, con el caso de Praga invadida por el ejército soviético. Es como si se creyera que todas las otras invasiones son repudiables, pero la invasión militar argentina a Malvinas es otra cosa. Aun cuando la Argentina puede reclamar su soberanía sobre las islas por razones históricas, generó una ocupación ilegal e impuso una situación de guerra a una comunidad rural de unas tres mil personas. Esa experiencia es absolutamente borrada y olvidada.
Para terminar, regresemos a su vía personal. En psicología y psicoanálisis muchos estudiantes y profesores habían sido desaparecidos, las instituciones profesionales, vulneradas; en 1984 Usted fue nombrado Decano Normalizador de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. ¿Cómo ocurrió?
Yo compartía los objetivos del gobierno de Alfonsín, colaboré con algunos grupos de derechos humanos, tenía mi compromiso como docente; el cargo en la universidad lo acepté como mi contribución personal a un proceso de reparación y democratización.
La Facultad se creó mientras yo estuve en el cargo como interventor en la Carrera de Psicología, que era una carrera que había sido separada de la Facultad de Filosofía y Letras, por motivos políticos, en 1974. La Carrera dependía directamente del rectorado de la universidad y yo era el delegado del rector. Cuando me hico cargo había una situación complicada sobre todo en relación con profesores que habían sido designados bajo la dictadura; sobre todo aquellos que no tenían méritos desde el punto de vista académico y se debían reemplazar, y a veces se negaban. No necesariamente esos profesores fueron cómplices de la dictadura; como pasa en esos casos, la dictadura también atrajo el acompañamiento de muchos oportunistas. En ese sentido, una de las primeras tareas fue renovar el cuerpo de profesores y llamar a concursos. Al mismo tiempo, tuve que enfrentar alguna corrupción por parte de un grupo del personal no docente. En fin, procuré constituir un espacio de participación en la universidad con la participación de profesores, estudiantes y graduados; aún en las condiciones de una intervención convoqué a los representantes de los tres claustros, con una idea de funcionamiento democrático. Solamente después, cuando se creó la Facultad, a fines de 1985, se pudo hacer la elección del decano.
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