“No vivimos bien, porque no hay recursos, este país está muy mal. No hay un alambre pa’ cercar, no hay una grampa, no hay una puntilla, no hay un líquido, no hay una lima, no hay un machete, no hay nada con que trabajar. Entonces lo poquito que uno puede hacer es a fuerza allí y allí con una hacha y machete, con picos y sembramos un poco de café que ya está empezando a producir, bastante plátanos que tenemos ya en producción. Mi marido tiene como siete u ocho vaquitas que ya están produciendo. Pero no hay ni siquiera un alambre para hacer un corral.”
“No había una gota de grasa. ¿Tú sabes, qué hacía yo para manteca? Nos íbamos pal’ monte y traíamos corojo y lo poníamos a secar. Y entonces lo partíamos y sacabamos un jarro de corojo, dos jarros de cinco libras de corojo. Le dabamos un poquito de calor, lo tostaban y lo molían en alguna máquina. Esa basofia molida se echaba en agua que hervían y se le sacaba una espuma por arriba que se echaba en una calderita. Cuando aquella espuma se gastaba, te dejaba un aceite. Ese aceite de corojo lo freía yo con plátanos, con pescadito y esto, para hacer comida, porque no había con qué comer. Hacíamos aceite de corojo pa’ comer. Fueron unos momentos duros lo que se vivió.”
Nada más que el viernes, después de las cinco de la tarde, hasta el domingo a la una, era realmente lo que tú estabas en tu casa egresado. Dormías el viernes, el sábado dormías y el domingo tenías que irte. Esa época fue dura, la época de la escuela. Por lo menos para unos niños del séptimo grado como yo. Entonces tenías que trabajar. Llegábas, te levantaban a las seis de la mañana, te tenías que vestir con la ropa del campo, ir a desayunar y de allí a las siete ya estabas trabajando. Tenías que escaldar vivero y llenar bolsas en un vivero, sembrar posturas en un vivero, platear naranja, recoger naranja, eso depende de la temporada, recoger limones, y era todo por caja y por norma. Cuando uno es chiquito que tiene séptimo grado, con once, doce años, entonces era muy agotador. Llegábas a la escuela hasta a las once. A las once y pico de la mañana te traían pa’ la escuela.”
“Lo que sí recuerdo... que se enfermaba uno y había que salir corriendo. Una vez, yo recuerdo que vino mi tía con mis primos a la casa, siempre venían todas vacaciones. Y entonces mataron puerco y yo me puse a cortar y pelar yuca y me comí unos piquitos de la yuca cruda a escondidas de ellos, porque me gustaba. Y me dieron unos vómitos y una diarrea. Y tuvieron que salir conmigo a mitad de fiesta a caballo. En cada cinco minutos mi papá tenía que bajarme del caballo para yo hacer mis necesidades, vómitos y diarrea. Me tuvieron que traer a caballo hasta la 23 y de la 23 coger ambulancia e ir a Trinidad. Y eso te estoy hablando que son como siete kilómetros de la finca a la 23, y como treinta kilómetros de la 23 a Trinidad, más o menos. Toda esa distancia para poder ver a un médico. Era lejos...”
Los hijos se me quedaron desnudos, no había nada para comprar
Juana González Jiménez nació el 24 de junio de 1966 en una finca situada en el campo, más o menos en la frontera entre los municipios de Trinidad y Fomento, en la provincia central de Sancti Spíritus. Fue la octava hija de unos trabajadores rurales que vivían cultivando café, plátanos, fríjoles y muchas otras plantas. Al mismo tiempo tenían cerdos, vacas y de vez en cuando incluso cabras. Juana creció sin tener acceso a las tecnologías que se empezaban a utilizar en las ciudades en aquella época. En su casa no había ni luz, ni televisión. La única cosa que les hacía recordar que en otras partes del mundo sí había civilización era una pequeña radio que se escuchaba siempre un determinado tiempo para ahorrar las pilas. Las hermanas de ella la fabricaban vestidos y junto con todos los demás hijos del matrimonio jugaban en la naturaleza. La familia se mudaba bastante frecuentemente por toda la zona rural entre las ciudades de Trinidad y Sancti Spíritus. Juana estudió en una secundaria donde los niños tenían que trabajar en la agricultura. Cuando tenía aproximadamente catorce años, conoció a su futuro marido, con el cual viven juntos sin casarse de manera oficial. Tienen un hijo y una hija. Durante toda su vida, Juana ayudaba a sus padres en el campo y en las cooperativas agrícolas. Más tarde se convirtió en una ama de casa y trabajaba cuando la daba tiempo. Su marido es también agricultor. La vida de Juana es un auténtico testimonio sobre la vida en las partes rurales de la isla desde los años 60 hasta la actualidad. Juana es capaz de diferenciar bien las épocas de un relativo auge económico, como pasó en los años 80, y la dura realidad del Período Especial. A pesar de que su vida puede parecer nada especial, nos puede decir mucho sobre las luchas cotidianas de los cubanos del campo.